Leyenda 141

LA LEYENDA

por Asiant y Uriel

CAPÍTULO CXLI

NIVEL CUARENTA Y UNO

Astronave Churubusco

          Los muelles de desembarco contaban con excelentes defensas automatizadas que hacían casi imposible que cualquier nave no identificada pudiese acercarse lo suficiente para aterrizar. Eran totalmente seguros e inexpugnables. A menos que alguien deshabilitara los sistemas de armas y desactivara los escudos. Razón por la cual un caza endoriano pudo descender sin provocar el menor revuelo de las defensas.

          Dos figuras envueltas en capas oscuras bajaron del caza. Sus rostros permanecían ensombrecidos por las capuchas que llevaban y su apariencia les confería el aspecto de un par de sombras vivientes. La más alta de ellas caminó directamente hacia el grupo de soldados vretanios que estaban de guardia. El sargento de la escuadra levantó la mano para indicarle que se detuviera mientras el resto de los soldados alzaban sus armas.

          —¡Alto ahí! ¡Identifíquese!

          La sombra que caminaba no sólo no se detuvo, sino que levantó una espada cubierta de llamas con la que interceptó los haces láser disparados contra él, mandándolos de regreso contra los propios soldados. Mientras los vretanios heridos de muerte caían al suelo, la otra figura oscura entró en acción sin perder un instante, bloqueó un par de disparos con las manos desnudas y luego liquidó con rapidez a los dos soldados que vigilaban la puerta de acceso al muelle.

          Las alarmas habían comenzado a sonar por todo el hangar. El sargento se volvió para huir, pero la presencia que sostenía la espada de llamas levantó la mano y lo inmovilizó usando el poder del aura. Un par de segundos después, el sargento yacía muerto junto a sus efectivos.

          —Maldita sea —murmuró el que sostenía la espada de fuego—. Alguno de estos infelices debió accionar la alarma. Tenemos que apagarla de alguna forma o todos en la nave se darán cuenta de que logramos entrar.

          —No te preocupes por ese detalle —le calmó la figura más baja con una voz claramente femenina—. En medio del caos y la muerte que el ataque de los terrícolas ha producido, nadie notara nuestra presencia hasta que sea demasiado tarde. Debemos concentrarnos en la misión que te fue encomendada y darnos prisa en huir. Esta nave podría ser destruida en cualquier momento.

          El que sostenía la hoja cubierta de llamas asintió con la cabeza.

          —Tienes razón, hay que apresurarnos. ¿Detectas peligro?

          —Percibo dos presencias poderosas a bordo de la nave, aunque no puedo precisar con exactitud la fuerza de la más pequeña porque su nivel parece estar aumentando muy lentamente. Quizá se trate de algún guerrero herido que se esté recuperando.

          La espada de fuego había vuelto ya a la funda de su dueño.

          —Me preocupa más la otra presencia que estoy sintiendo. El escáner de poder ha calculado que podría tener un nivel de combate de al menos… —el pecho se le constriñó como sí una mano le hubiera estrujado el corazón—… dieciocho millones de unidades. En otras palabras, quien quiera que sea debe ser mucho más fuerte que yo. Ese estúpido Azmoudez nos aseguró que sacaría de la nave a todos los sujetos poderosos. ¡Maldita sea!

          —Siento tu miedo.

          —¿De qué hablas? Yo no le tengo miedo a nada.

          —No necesitas mentirme a mí —le dijo ella con suavidad—. Yo te comprendo mejor que nadie. El miedo que sientes proviene de tu falta de confianza y de tus derrotas pasadas, pero no debes dejar que esa emoción controle tu destino. Deja que la furia fluya por todo tu ser y entonces no habrá enemigo que no puedas confrontar a pesar de ser más poderoso.

          —¿Podrías dejar la filosofía para otra ocasión? Mientras más rápido terminemos lo que vinimos a hacer, más pronto nos iremos —abrió una mano para generar una holoproyección fantasmal de la Churubusco sobre la palma de su guante metálico color verde esmeralda—. Tenemos unos cuantos nanociclos antes de que Cariolano lleve a los líderes del Consejo Aliado al nivel cuarenta y uno.

          —Bien, los diagramas que Azmoudez nos proporcionó serán de gran ayuda para encontrar nuestros destinos rápidamente. Sí no me equivoco deseas ocuparte personalmente de los miembros del Consejo de líderes, ¿verdad?

          El dueño de la espada de fuego podía captar la sonrisa en la voz de su acompañante. De verdad ella lo comprendía mejor que nadie.

          —Ya conoces la respuesta —repuso al tiempo que se volvía para irse.

          —¿Qué harás cuando veas a la reina Andrea?

          Cuando la figura más alta no contestó, ella sonrió. Él estaba inmóvil y bajó la cabeza.

          —¿Están tus sentimientos claros? —le preguntó ella.

          —Andrea es parte del Consejo de Líderes, su destino será el mismo —dijo con seriedad, y a continuación se marchó por un corredor.

          Andrea y Misato avanzaron rápidamente por el largo pasillo que salía desde el puente de mando y conducía hacia el vestíbulo de los turboascensores. Un leve estremecimiento sacudió el pasillo y obligó a Misado a sostenerse de la pared. Los ataques parecían estar incrementándose o tal vez el enemigo estaba haciendo disparos más certeros. Andrea murmuró una maldición entre dientes, pero no se detuvo y en unos instantes las dos mujeres llegaron hasta los tres únicos ascensores que comunicaban al puente con las cubiertas inferiores de la nave.

          Misato bajó la mirada y descubrió algunas manchas de sangre esparcidas por el suelo del vestíbulo. Ahora estaba segura de que el almirante había pasado por ese mismo lugar. Misato se arrodilló y mojó la punta de unos de sus dedos en la sangre.

          —Se mueve bastante rápido a pesar de que le disparé —murmuró mientras revolvía sus bolsillos buscando un pañuelo—. Creo que sólo recibió un rozón o algo así porque no hay mucha sangre.

          —Más bien es por el uniforme que usa —precisó Andrea—. La nanotela de nuestra ropa reacciona se vuelve dura al recibir un impacto de proyectil. También ocurre cuando hay una fractura de huesos y esto permite soportar las heridas por algún tiempo hasta que se reciba la atención médica necesaria.

          —¿Qué? —exclamó Misato—. Eso quiere decir que la parte del uniforme donde recibió el disparo se endureció para contener la hemorragia. Ahora entiendo porqué el maldito no se ha muerto todavía.

          —A la próxima asegúrate de dispararle varias veces o si no dale en la cabeza.

          —Lo tendré muy en cuenta, créeme.

          Antes de abordar uno de los turboascensores, la reina miró en todas direcciones con el arma en lo alto y se movió con cautela. Quería cerciorarse de que Cariolano no estuviera escondido en alguna parte con la intención de sorprenderlas.

          —¿Crees que aún esté por aquí? —le preguntó Misato.

          —Seríamos unas tontas sí no consideramos tal posibilidad —repuso la reina sin dejar de inspeccionar el área con la punta del arma—. Cariolano puede ser un traidor detestable, pero es una persona bastante capaz y no debes subestimarlo.

          Misato levantó su pistola y comenzó a imitar a Andrea. Las dos se movían con un enorme sigilo. De pronto, las luces comenzaron a apagarse y luego volvieron a encenderse de golpe cuando la energía de otra explosión recorrió los circuitos eléctricos de las cubiertas superiores.

          —¿Por qué los traicionó? ¿Acaso les guarda resentimiento o algo así?

          —No, nada de eso —contestó Andrea mientras oprimía un botón en un panel de control pegado a la pared. El botón comenzó a parpadear con una luz verde—. Lo hizo solamente por dinero. Parece que decidió abandonar la causa y prefirió venderse al Imperio. Que cómodo, ¿no crees?

          —Todo un mercenario —comentó Misato.

          —Jamás imaginé que pudiera hacer algo así. El muy maldito fue quien deshabilitó las defensas de la nave y arregló todo para que las fuerzas de MacDaguett pudieran lanzar este ataque. Ahora comprendo porqué insistió tanto en mandar a la mitad de la flota a realizar ejercicios militares en un sistema estelar alejado.

          —¿De qué estás hablando? —inquirió Misato.

          —Perdona, es algo complicado de explicar porque han pasado muchas cosas y tú no conoces la mayoría de ellas. En resumen, lo que ocurre es que Cariolano es el almirante en jefe de la flota de la Alianza y dispuso de todos los medios para dejarnos indefensos. Es increíble que nadie en el Consejo de Líderes se diera cuenta de lo que estaba pasando. Seguramente vas a pensar que somos unos ingenuos por no decir estúpidos.

          Misato se mordió el labio inferior.

          —No, está bien —murmuró con expresión reflexiva—. Yo también sé lo que es ser traicionado por alguien en quien confías.

          El botón dejó de destellar. Las puertas de metal del centro se abrieron con un siseo y las dos mujeres entraron a la cabina del turboascensor. Una vez en el interior, Andrea introdujo una secuencia alfanumérica en los mandos de control y después las compuertas se cerraron. El ascensor comenzó a bajar rápidamente atravesando los niveles superiores de la Churubusco.

          —Por cierto —dijo Andrea de repente—, no te había dado las gracias por salvarnos en el puente de mando, ni tampoco te dije que lamento mucho la muerte de tu amigo.

          —Descuida, no es necesario que me lo agradezcas —repuso Misato con tristeza y luego comenzó a revisar su arma. Todavía le quedaban suficientes balas y aún tenía un cargador intacto en una de las bolsas de su chaqueta—. Tenemos que localizar a ese maldito. No me sentiría tranquila sí ese infeliz lograra escapar de la nave. Es lo mínimo que podemos hacer por Fuyutsuki y toda la demás gente que haya lastimado.

          —No creo que planee huir de la nave, al menos no todavía. Antes de que ustedes llegaran al puente, Cariolano mencionó que asesinarían a todos los miembros del Consejo de Líderes y después de eso habló con el rey Lazar para indicarle que todos debían ir hacia el nivel cuarenta y uno. Tengo la idea de que planea ponerles una trampa en ese lugar.

          Misato enarcó una ceja.

          —¿El nivel cuarenta y uno? ¿Qué tiene de especial ese lugar?

          —En ese lugar se localiza la habitación más segura de toda la nave. Funciona como un centro de mando independiente y cuenta con todo lo necesario para albergar a un número considerable de personas por algún tiempo. Si el puente de mando fuese totalmente destruido y la Churubusco sufriera daños importantes, aún sería posible controlar la nave desde ese lugar. Las paredes del nivel cuarenta y uno están diseñadas para resistir en caso de que la nave sea abordada por fuerzas hostiles e incluso cuenta con un acceso directo hacia un muelle independiente donde hay varias cápsulas de salvamento.

          Misato se apoyó en la pared y agachó la cabeza mientras reflexionaba en todo lo que se había dicho hasta ese momento. Durante su estancia en Nerv había fungido como la jefa de operaciones especiales y sus labores consistían precisamente en planificar estrategias, analizar situaciones de alto riesgo y tomar desiciones difíciles a pesar de contar con poca información. No había que pensar mucho para deducir las intenciones de Cariolano.

          —Lo más seguro es que el tipo intente encerrarse en ese lugar junto con los líderes del Consejo, para luego asesinarlos y finalmente escapar en una de esas capsulas de salvamento.

          Andrea pensó en aquella posibilidad.

          —Tal vez, pero tengo la corazonada de que debe haber algo más que estamos pasando por alto. Luego de lo que sucedió en el puente, no dudo que Cariolano sería capaz de matar a los miembros del Consejo, pero no creo que pueda hacerlo él solo. Estamos hablando de muchos políticos de alto nivel y todos ellos cuentan con sus respectivas escoltas e incluso hay soldados con ellos.

          Misato meditó por un momento y decidió compartir su opinión de experta.

          —Entonces alguien más debe estar ayudándolo en esto. Pudiera ser que algún miembro del Consejo de Líderes esté actuando en complicidad con Cariolano o que algunos de esos militares que mencionas estén de su parte.

          Andrea asintió, pero no podía creer que hubiera alguien más dentro del Consejo que estuviera dispuesto a traicionar a la Alianza Estelar. Gracias a lo dicho por el propio Cariolano sabía que Azmoudez, Azrael y quizás hasta Uriel estaban inmiscuidos en la traición, pero todos ellos estaban en Adur junto con los Celestiales y los guerreros de los otros universos. Tampoco se olvidaba de los detestables Hombres de Oscuro, pero éstos igualmente se hallaban fuera de la nave en esos momentos.

          —Supongamos que existan más traidores. Eso nos deja en cierta desventaja si no sabemos quiénes son. Podrían ser algunos miembros del Consejo e inclusive soldados que estén en el nivel cuarenta y uno en calidad de guardias.

          Las puertas del turboascensor se abrieron. Misato se apretó contra la pared y bajó el arma mientras echaba una mirada. Al otro lado parecía haber un vestíbulo de ascensor de lo más corriente: pálido desnudo y vacío.

          —En ese caso todo depende de que encontremos a Cariolano primero y lo hagamos hablar —concluyó Misato.

          Andrea puso un pie fuera de la cabina y atravesó con cuidado la puerta del turboascensor con su arma en mano. Nada le disparó. Hizo una seña a Misato para que avanzara.

          —Hay otro ascensor a unos cuantos pasos por este corredor. Si lo tomamos llegaremos al nivel cuarenta y uno en poco tiempo —hizo una pausa y trató de usar su comunicador, pero fue inútil. Todavía era imposible hacer contacto con alguien dentro o fuera de la nave—. ¡Maldición! ¿Todavía no? ¿Qué rayos están haciendo, Rodrigo?

          Puente de mando.

          Los técnicos, ingenieros y oficiales estaban completamente desesperados y uno que otro parecía estar a punto de sufrir un ataque de nervios. A pesar de sus muchos intentos por recuperar el control de la nave, todavía no habían encontrado una manera de anular el código de seguridad del almirante Cariolano. Cuando una nueva explosión hizo vibrar el puente de mando y provocó que un par de consolas más estallaran, Rodrigo supo que se les estaba terminando el tiempo.

          —¿Por qué tardan tanto? —les gritó a todo pulmón—. Necesitamos las comunicaciones y las malditas armas. ¿Qué es lo que pasa?

          Un soldado se volvió desde uno de los monitores en los que estaba trabajando.

          —Señor, el sistema no nos deja ingresar ninguna orden.

          —¡Pues desconecta la maldita cosa! —le ordenó Rodrigo.

          —No serviría de nada hacer eso —intervino otro oficial con el rostro empapado de sudor—. El procesador central interpretaría esto como que el puente de mando ha sido destruido y transferiría todo el control al nivel cuarenta y uno. Tenemos que recuperar el control sin interrumpir el flujo de energía.

          —¿Qué hay de las puertas traseras? —sugirió alguien.

          —También fueron borradas.

          —Podríamos invadir la lógica del sistema, ¿alguien puede quitar ese maldito mensaje de «No dijiste la palabra mágica»? Me enferma.

          —Sólo faltó que el infeliz pusiera una foto de sí mismo diciendo «No» con el dedo —murmuró River.

          Ritsuko se agachó instintivamente cuando el puente volvió a sacudirse. Miró asustada alrededor y decidió acercarse a la consola de pantallas y ordenadores donde los técnicos, ingenieros y militares estaban arremolinados trabajando. Todos ellos trataban de anular el sistema empleando todo lo que sabían, pero no habían tenido mucho éxito.

          —¿Puedo ayudar en algo? —les preguntó—. Soy buena con las computadoras.

          El teniente River se volvió hacia ella y le hizo un gesto para que se acercara.

          —Adelante, pero no creo que pueda hacer mucho. El sistema de seguridad no permite ninguna instrucción. La única manera de hacerlo es introduciendo la clave de acceso, pero el almirante Cariolano se encargo de borrar todas las contraseñas menos la suya.

          Ritsuko no había mentido. En verdad era buena con las computadoras, e incluso algunos aseguraban que era la única en todo NERV que conocía el sistema MAGI de principio a fin. Pero en ese momento se sintió como debería sentirse un neandertal ante un sencillo ordenador de escritorio. A los ojos de la doctora los símbolos que aparecían en la pantalla que tenía delante no se parecían a nada que hubiese visto antes. Una de las técnicas en comunicaciones se dio cuenta de ese detalle y procedió a explicarle rápidamente cómo funcionaba el sistema  operativo de laChurubusco. No pasó mucho tiempo antes de que Ritsuko llegase a la misma conclusión que los demás: Era imposible acceder al sistema de armas y comunicaciones. Sólo quedaba una opción viable. Se volvió hacia Rodrigo y los oficiales que los miraban y les propuso el plan de acción.

          —Tenemos que hacer un reinicio en limpio del sistema operativo. No hay otra posibilidad —dijo Ritsuko.

          —Creo que es lo mejor, señor —convino el teniente River—. Eso borraría todas las configuraciones, programas instalados y restablecería el sistema a la configuración original.

          —¿Reiniciar todo el sistema? —preguntó Rodrigo incrédulo—. Eso nunca se ha hecho desde que la nave se puso en servicio. Sí hacemos lo que dicen, todo dejaría de funcionar y eso incluye los soportes de vida y los generadores de gravedad. ¿Y qué pasa sí no logran hacer funcionar los ordenadores de nuevo? Todos estaríamos muertos en cuestión de algunos decaciclos. 

          Ritsuko pensó en Asuka, Musashi, Mana y Shinji, todavía convalecientes por la terrible batalla librada en su propio mundo. Sabía que si los sistemas de soporte vital fallaban, la vida de todos los chicos correría un grave peligro. Pero lo que la doctora Akagi ignoraba era que también había otras personas en riesgo. Una de ellas era un saiya-jin de nombre Son Gokuh que podía morir asfixiado en la cámara de recuperación donde estaba curando sus heridas; la otra era Saori Kido, quien permanecía en un delicado estado entre la vida y la muerte luego de perder una gran cantidad de sangre.

          —Pero no hay otro remedio, señor —intervino la técnica que había ayudado a Ritsuko a comprender el funcionamiento del sistema—. Descifrar la clave del almirante Cariolano podría tomarnos varios ciclos solares estándar y no tenemos tiempo para eso.

          —¿Y no pueden hacer un reinicio sencillo? Eso tomaría menos tiempo.

          River negó con la cabeza.

          —El problema es que eso no borraría la contraseña y las configuraciones actuales. Otra opción podría ser invadir la computadora central a través de otra terminal, pero el sistema de seguridad no dejará que nada se conecte al procesador central.

          —No voy a autorizar eso —exclamó Rodrigo—. Tiene que haber otra forma.

          —¿Cómo se reinicia el sistema? —preguntó Ritsuko ignorando a Rodrigo.

          —Tenemos que ir al procesador central del ordenador —repuso la técnica en comunicaciones. Se dirigió hacia una sección del puente en donde se arrodilló para abrir una escotilla—. Está justo debajo de nosotros como a veinte metros.

          —¿Qué esperamos entonces? —dijo Ritsuko y luego puso un pie en la escalerilla que descendía al fondo. Antes de bajar, dirigió la mirada hacia todos los oficiales y militares presentes—. Tomen las medidas necesarias en lo que hacemos el reinicio en limpio, por favor. Trataremos de hacer esto lo más rápido posible.

          El teniente River se volvió hacia Rodrigo y esperó a que éste asintiera con la cabeza para dar su aprobación. Tal vez había entendido que ésa era la única manera de arreglar las cosas, o podía ser que hubiera perdido toda esperanza y le daba igual si todos morían asfixiados o la nave era destruida.

          Un instante después, River siguió a Ritsuko.

          Estaban en el interior de una habitación helada, una cámara iluminada por una combinación de luces azules y blancas. Lo que había en ese lugar dejó a Ritsuko entre maravillada y estupefacta. En vez de cajas de acero planas y cables lo que encontró una gran consola con un panel de conmutación y de mezclas que se extendían bajo una hilera de contenedores cilíndricos. Y cristales, cientos de cristales alargados y puntiagudos, la espina dorsal de la base de datos de los ordenadores de la Churubusco.

          —Hemos bajado la temperatura casi al punto de congelación para evitar que las máquinas fallen —explicó River—. Sí los sistemas se calientan demasiado, podría haber una falla total de todos los sistemas y todo colapsaría.

          —Que maravilla —murmuró Ritsuko mirando por todos lados—. En vez de emplear medio magnéticos, ustedes utilizan cristales para almacenar información, ¿no es cierto?

          River pasó una mano por encima de la consola y un sillón de mando surgió desde el subsuelo produciendo un ruido seco. A Ritsuko le pareció más una especie de trono hecho de cristal que un sillón. El militar se sentó rápidamente y luego tomó un cristal para depositarlo dentro de un cilindro. Una pantalla holográfica de forma alargada apareció en lo alto y River comenzó a manipular el contenido de ésta empleando las manos.

          —¿Qué estás haciendo?

          —Estoy preparando todo para reiniciar el sistema. Será mejor que se sujete porque vamos a quedarnos primero sin luz y luego sin gravedad. Los hospitales cuentan con algo de energía extra para emergencias, pero no durarán más de un par de ciclos. Esperemos que con eso aguanten hasta que todo se reestablezca. Ahora debo quitar estos cristales con mucho cuidado y luego ponerlos en orden

          Ritsuko se sujetó de la consola y asintió con la cabeza.

          —Aquí vamos —dijo River y luego todo fue quedando en tinieblas.

          Vejita estaba bastante molesto. No sólo se había visto obligado a dejar la cámara de entrenamiento debido a las continuas fallas de energía, sino que tampoco encontraba a nadie que lo pudiera llevar a los hangares. Mientras se encontraba aseándose en las regaderas, el saiya-jin había comenzado a percibir varias presencias poderosas en el planeta Adur y eso lo desconcertó. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que muchos de aquellos kis pertenecían a los guerreros de Abbadón o le eran desconocidos. No tenia idea de cómo podía ser posible eso, pero no importaba. Sabía que todas las respuestas se hallaban en Adur y ahí es a donde debía ir. Apenas dejó la sección de entrenamiento comenzó a llamar a la reina Andrea o a algunos de los soldados usando los comunicadores. Quería tomar una nave lo antes posible e ir a darle una lección a quien quiera que estuviera causando problemas en Adur, pero nunca nadie respondió a sus llamados.

          Cuando por fin se dio cuenta de que debía arreglarselas él mismo, decidió ir por su propio pie hasta los hangares. Estaba consciente de que no conocía la nave y del gigantesco tamaño de ésta, pero dejaría que su percepción del ki lo guiara a través de las entrañas de la Churubusco hasta encontrar a alguien. Para colmo de males las luces habían comenzado a bajar de intensidad y eso le hacía más complicado ver por donde iba.

          —¿Qué demonios está sucediendo? Hace unos momentos escuché sonar unas alarmas y también sentí dos kis poderosos. ¿Acaso se tratara del inútil de Kakaroto? No, este Ki es mucho más débil que el de él, pero es más fuerte que el de sus amigos terrícolas. Tal vez se traté de alguno de esos estúpidos Santos de Atena o algún otro insecto de esos.

          Vejita estaba tan absorto tratando de identificar el Ki que sentía que no se dio cuenta de que al doblar la esquina estaba Misato, y chocó contra ella. Los dos cayeron sentados al suelo luego de golpearse mutuamente en la cabeza.

          —¡Ay, ay! —se quejó Misato mientras se acariciaba la frente—. ¿Por qué rayos no te fijas por donde vienes?

          El saiya-jin se incorporó con rapidez.

          —¿Qué estás diciendo, mujer? —exclamó Vejita, furioso—. Tú eres la que debería tener más cuidado. ¿No sabes que es peligroso correr en los pasillos?

          —¡No me grites! —replicó Misato con una vena hinchada en su sien. Por supuesto que reconocía a aquel hombre de estatura mediana, rostro malencarado y cabello levantado. Se trataba de uno de las personas que había conocido en la Tierra poco antes de que ésta fuera destruida, aunque no sabía su nombre.

          —Señor Vejita, que alivio —murmuró Andrea mientras le tendía una mano a Misato para ayudarla a levantarse—. Necesitamos su ayuda para…

          —En este momento no tengo tiempo —la cortó el saiya-jin en forma ruda—. No sé qué está ocurriendo, pero sentí la presencia de los Khans en el planeta Adur. Deben darme una nave para llegar a ese lugar.

          Andrea soltó la mano de Misato y la pobre mujer cayó de nueva cuenta al suelo mientras dejaba escapar un grito. La presencia de Vejita podía ser el factor que los ayudara a detener a Cariolano y así salvar el Consejo. No importaba si el traidor tenía a más personas a su favor. El poder del príncipe de los saiya-jins era enorme y sí contaban con su apoyo nadie podría hacerles daño.

          —Señor Vejita, espere, no comprende. ¡Estamos bajo ataque! El almirante Cariolano nos ha traicionado y planea matar a los miembros del Consejo de Líderes. Necesitamos que nos ayudé a detenerlo, por favor.

          —¿Y a mí eso en que me afecta? —Vejita se cruzó de brazos y desvió la mirada en otra dirección. Casi por mero compromiso se vio obligado a añadir—: Busquen ayuda con alguno de sus amigos o con el inútil de Kakaroto. Lo que le pase a esos tipos del Consejo es asunto que no me importa.

          —Que sujeto tan desconsiderado —masculló Misato ceñuda—. Vamos, Andrea, no le rugues. Apuesto a que nosotras podemos hacernos cargo de esto.

          La reina le dio nuevamente la mano.

          —De acuerdo —asintió con un enorme desprecio—. Entonces no nos quites más el tiempo y déjanos pasar.

          —Sí, es lo mejor —coincidió Misato mientras se sacudía la chaqueta.

          Las dos mujeres continuaron su camino. Pero cuando Vejita advirtió que Andrea y Misato se dirigían en la misma dirección en donde sentía el par de Kis poderosos, las detuvo con un grito.

          —Esperen un momento.

          Andrea se paró de golpe y dio media vuelta para escuchar a Vejita. No así Misato, que resbaló por el suelo antes de caer de nueva cuenta y aterrizar bruscamente sobre su espalda. La teniente Katsuragi quedó torcida en el suelo con una pierna levantada, pero nadie le prestó atención.

          —¿Qué es lo que quieres? —le preguntó la reina con indiferencia.

          Vejita pasó caminando a un lado de ellas y se detuvo un instante.

          —Sí van a ir por ahí las acompañaré, pero no piensen que lo hago por ese estúpido Consejo del que hablan.

          —¿Entonces por qué lo haces? —siseó Andrea.

          —Hace poco percibí un par de Kis y causalmente se ubican en ese rumbo. No sé quiénes sean, pero no se trata de ningún amigo de Kakaroto o algún otro sujeto que haya estado antes en esta nave. ¿Acaso llegaron nuevos guerreros?

          Andrea se quedó pensando unos instantes y luego negó con la cabeza.

          —No, hace poco recibimos la visita de tres sailor senshi, pero ellas también se encuentran en Adur con todos los demás. El único sujeto con poderes que aún permanece en la nave es Son Gokuh y quizá Josh.

          Una sonrisa se insinuó en los labios de Vejita.

          —Ya veo, entonces es posible que uno de esos estúpidos guerreros de N´astarith haya subido a bordo. Sí ese es el caso, yo mismo me aseguraré de hacerlo trizas para luego ir a Adur.

          —¿Qué estás diciendo? —Andrea se quedó helada con sólo considerar la idea de que alguien se hubiese infiltrado en la nave—. ¡No puede ser! Eso significa que… .

          No terminó la frase. En vez de eso, salió corriendo a toda velocidad hacia el nivel cuarenta y uno seguida de cerca por Misato y un desconcertado Vejita. Tenían que llegar lo antes posible, pero eso no iba a ser tan fácil.

          El cambio de gravedad y la completa falta de luz.

          Repentinamente, Andrea pareció saltar en el aire junto con Misato, Vejita y todo lo demás que había por los pasillos y no estuviese atornillado al suelo. El príncipe saiya-jin no parecía demasiado afectado por la ingravidez ya que el poder de su aura le permitía volar libremente. No ocurría lo mismo con Andrea y Misato, que golpeaban contra las paredes, rebotaban en ellas y volvían a chocar con el suelo. 

           —¿Qué está pasando? —gritó Misato.

           —Sujetense de algo porque nos quedamos sin gravedad —dijo Andrea.

          Hartó de aquella situación, Vejita tomó a las dos mujeres por la cintura y se fue volando hacia donde emanaba el ki de José Zeiva. Para la teniente Katsuragi aquello rayaba en lo irreal. ¿Cómo es que ese hombre malencarado podía volar?

          —¿Qué estás haciendo, salvaje? —rezongó Misato agitando los brazos.

          —Que mujer tan molesta y gritona —se quejó Vejita.

           River contó los nanociclos en la oscuridad mientras el sistema volvía a ponerse en línea. Habían transcurrido unos diez minutos cuando la gravedad volvió a cambiar. Apenas regresó la iluminación, el teniente le dijo a Ritsuko que podía ir al puente de nuevo para informarles a los demás que todo estaba bien.

           —Voy enseguida —dijo la doctora y comenzó a subir rápidamente por la escalerilla.

           Tan pronto Ritsuko asomó su rubia cabeza por la escotilla, los oficiales revisaron sus monitores y vieron con agrado que las luces de los sistemas estaban en verde.

           —¡Si! —dijo uno de los oficiales—. ¡Los sistemas vuelven a funcionar!

           El holograma traslúcido de una mujer rubia que vestía un traje azul con detalles blancos y naranjas apareció de repente, flotando en medio del puente de mando como si fuese un fantasma. Se trataba de una representación virtual de la inteligencia artificial del sistema de la nave.

           —Sistemas en línea y operando —dijo el holograma.

           —¿Está bien, doctora? —le preguntó un militar mientras le ayudaba a salir de la escotilla y la acompañaba por el puente—. Los sistemas y las comunicaciones están funcionando bien. Tuvieron éxito.

           —¿Y quién es esa mujer? —preguntó Ritsuko refiriéndose al holograma.

           —¿Ella? Es sólo un programa llamado Ariel, no le presté atención. Hace tiempo la habíamos borrado, pero volvió a aparecer al reiniciar el ordenador central. Más tarde nos ocuparemos de ella.

          —Las armas están en línea —anunció un oficial con su voz fría y controlada.

          Rodrigo se quedó inmóvil en su puesto de mando. Por el ventanal vio los súper acorazados terrícolas disparando ráfagas de fuego rail y mísiles contra las naves de la Alianza Estelar. En todas partes podía verse a los cientos de cazas terrícolas atacando en manada, bombardeando con sus proyectiles las naves de refugiados. Un técnico gritó que los niveles de energía estaban empezando a fluctuar y amenazaban con interrumpirse. Rodrigo se encontró teniendo el presentimiento de que todo había terminado. Dudaba. Sabía que los terrícolas tenían la ventaja táctica por haber dado el primer golpe y sólo la mitad de las naves de la Alianza podían dar pelea. El éxito militar parecía remoto. Imposible.

          —Señor, ¿qué instrucción ordena? —le preguntó uno de los técnicos.

          ¡Ataquen! ¡Ataquen! ¡Ataquen! Se suponía que ésa debía ser la instrucción que debía darles. Pero Rodrigo Carrier había enmudecido en su sitio, desconcertado y sin ningún ánimo de dar la tan esperada orden. En vez de eso, bajó la mirada con una expresión de pesar en el rostro, apretó los puños y comenzó a hablar más para sí mismo que para los demás.

          —La Tierra nos traicionó… .

          —Daño estructural en un 35% —informó Ariel.

          Una andanada de treinta mísiles terrícolas, la mayoría de medio alcance disparados por los cazas más veloces, impactó de lleno la estructura exterior de la Churubusco causando una serie de explosiones que sucedían una tras otra. Uno de los pilotos informó a gritos que los proyectiles enemigos habían inutilizado uno de los hangares y causado la destrucción de docenas de cazas estelares aparcados ahí.

          —MacDaguett nos dejó solos… .

          —Señor, dé la orden de atacar —le instó uno de los oficiales con vehemencia, como si dependiera de la fuerza de sus palabras que Rodrigo volviera del sitio a donde había ido mentalmente a refugiarse—. ¡Señor!

          Rodrigo le miró con los ojos apagados, como si no le hubiera entendido. De pronto, se volvió hacia los hombres y mujeres que lo observaban y gritó con todas sus fuerzas:

          —¡Abandonen sus puestos! ¡Huyan! ¡Huyan por sus vidas!

          A continuación Ritsuko se plantó delante de él y lo encaró. Las miradas de ambos se encontraron. Ella meneó la cabeza, lo abofeteó con fuerza dos veces y finalmente le dio un rodillazo en la entrepierna que lo hizo caer al suelo. Los oficiales y técnicos presentes contemplaron la escena, estupefactos. Ritsuko les sostuvo la mirada sorprendida a todos y, acto seguido, les dijo:

          —Prepárense a pelear, ¿qué están esperando? ¡Manden a esos malditos al infierno!

          Los técnicos ocuparon sus puestos en las consolas y comenzaron a dar la orden de ataque a todas las estaciones de combate. Las pantallas de los ordenadores de combate que manejaban los oficiales artilleros mostraron las imágenes de las naves terrestres en el centro de las miras computarizadas de ataque.

          Unos segundos después, la orden llegó como un relámpago.

          —¡Fuego a discreción! ¡Fuego a discreción!

          Las armas de la Churubusco finalmente comenzaron a disparar en una explosión de turbolásers y proyectiles de fotón. Un escuadrón de cazas FS-22 Raptor norteamericano estaba realizando un ataque sobre la nave insignia de la flota aliada y lanzaron varios mísiles, pero el fuego anticaza de las rápidas baterías turboláser destruyó todos los proyectiles sin ninguna dificultad. Las naves terrícolas trataron de maniobrar entre la lluvia de disparos tratando de huir, pero al final ninguna consiguió hacerlo y todas fueron destruidas por los veloces haces de luz.

          Cariolano daba traspiés mientras dejaba el turboascensor que lo había llevado hasta el tan anhelado nivel cuarenta y uno. Se palpó el costado y su rostro mostró una expresión de dolor y furia. La herida le molestaba enormemente al caminar, pero al menos la nanotela de su uniforme había contenido la hemorragia. ¿Cómo era posible que le hubiera pasado aquello? Un poco más y todo sus planes hubieran fracasado. Había tenido todo fríamente calculado, se las había arreglado para modificar el sistema de seguridad de los ordenadores, deshabilitar las defensas y anular los escudos. Nada podía salir mal. Y sin embargo, no había considerado la posibilidad de que ocurriera un imprevisto. Que algo así le sucediera a un soldado inexperto era creíble, incluso hasta comprensible. ¿Pero al almirante en jefe de todas las fuerzas aliadas? Era casi un insulto.

«Maldita sea mi suerte», pensaba, «¿cómo demonios podía haber anticipado que tres estúpidos terrícolas irrumpirían de pronto en el puente de mando y que uno de ellos cargaba un ridículo tira-piedras?»

          Se alejó del ascensor sin dejar de voltear para atrás. No quería que le dispararan por la espalda de nuevo. En ese instante pensó en lo irónico del asunto. De acuerdo con la creencia popular, los traidores siempre recibían un tiro por la espalda y después encontraban su fin luego de ser traicionados. Sacudió la cabeza y trató de apartar esos pensamientos de su mente. Lo único que debía importar era llegar a donde estaba el Consejo de Líderes antes de que Andrea le echara el guante. La ausencia de gravedad y la interrupción en el soporte de vida le hacían suponer que habían reiniciado los sistemas y eso significaba que tal vez habían recuperado el control de la nave. No podía permitir que lo arrestaran por el cargo de traición. Eso sencillamente no iba con él.

          Cuando llegó hasta las compuertas de acceso del nivel cuarenta y uno, Cariolano tecleó el código de seguridad que sabía tan bien y esperó mientras suspiraba de alivio. La entrada se abrió con un siseo y el almirante entró lo más rápido que pudo. En el interior estaban esperándolo el rey Lazar y el resto de miembros del Consejo de Líderes de la Alianza Estelar. También había varios militares de alto rango, embajadores, escoltas y un buen número de soldados bien armados.

          —¡Por el Creador! —exclamó el rey Lazar con horror apenas vio a Cariolano ingresar por la entrada—. Está herido, almirante. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Dónde está la reina Andrea Zeiva y el comandante Rodrigo Carrier?

          —Fuerzas hostiles han entrado en la Churubusco —respondió Cariolano—. No pudimos hacer nada, majestad. La reina Andrea y su primo el comandante Rodrigo murieron.

          Antes de que alguien pudiera preguntar algo, el almirante se dio la vuelta para cerrar las puertas tecleando un nuevo código en los mandos de la entrada. Cuando se aseguro que el nivel cuarenta y uno había quedado totalmente sellado, se volvió hacia Lazar y los demás peces gordos de la Alianza.

          —No puede ser —murmuró Lazar angustiado—. ¿Cómo fue que pasó esto?

          —Majestad, tenemos que abandonar la nave cuanto antes —dijo Cariolano con tono imperioso—. El enemigo no tardará en destruir la Churubusco. La reina Andrea dio instrucciones para que las pocas naves que quedan se replieguen y nos sigan.

          —No dejaremos la nave todavía —replicó Lazar con fuerza—. No abandonaremos a los refugiados y a los tripulantes de esta nave. Sí vamos a abandonarla primero daremos la orden de evacuación general.

          —Majestad, por favor comprenda —insistió Cariolano.

          —Espere un momento, almirante —dijo un general aduriano—. ¿No acaba de decir usted que hay fuerzas hostiles a bordo? ¿Cómo entonces es que van a destruir la nave?

          Cariolano estaba harto. Lo único que deseaba era llegar a una de las cápsulas de salvamento y dejar la nave. Pero todavía quedaba algo por hacer y eso era asegurarse de que el Consejo de Líderes fuera exterminado.

          —Sólo puedo suponer que el enemigo trata de capturar a los líderes de la Alianza, pero eso no impide que destruyan la nave en cualquier momento. Los terrícolas son seres impredecibles. Pero no se preocupen por eso. Hay alguien que se ocupara de todos ustedes.

          —¿Se refiere a los Caballeros Celestiales? —inquirió Lazar, intrigado.

          Algunos de los presentes se miraron entre sí mientras el almirante caminaba hasta las puertas que conducían al pequeño muelle donde se ubicaban las cápsulas de salvamento. Cariolano alargó su mano hacia los controles y las compuertas se deslizaron, abriéndose.

          Una figura alta envuelta en una capa negra, esbelta, pero de hombros anchos y con el rostro cubierto por una pesada capucha, apareció en el umbral.

          El embajador Akinit decidió darle la bienvenida.

          —En nombre de la Alianza Estelar queremos darle las gracias. Déjeme ser el primero en… .

          —Muy bien, tú serás el primero.

          La sombra se echó para atrás la capucha, revelando su identidad.

          Akinit retrocedió, casi a punto de desfallecer por la impresión.

          —¡Eres… , eres José Zeiva! —alcanzó a gritar antes de que una hoja envuelta en llamas le quemara el pecho, girando en curva para abrazar sus pulmones y su corazón.

          Los demás líderes contemplaron con horror como el embajador se desplomaba en el suelo como un árbol derribado.

          —Me da gusto que me recuerden.

Continuará… .

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